EL COBRADOR
A Roberto
Arlt
Difícil tarea la del cobrador. Su cara era la
cara menos deseada de ver de toda la
empresa. Había otra más interesante, más estelar, más visible: la de los vendedores.
Ellos sí se llevaban todos los logros. Una libreta de anotaciones, una
lapicera, una sonrisa llena de dientes y a vender ilusiones, promesas de
ganancias, asegurar con la mayor convicción o caradurez que si compraban tal
cantidad de tal producto el éxito estaba a la vuelta de la esquina. Él era la
contraparte, el revés de la trama, la cara de las malas noticias. Era el
cobrador, el tipo indeseado que pasa a llevarse lo que supone estaba para
ganar.
Estaba harto de poner cara de perro para recibir sólo reclamos, excusas o puteadas. Y nada de reconocimiento. Al final del día siempre lo mismo. Las piernas cansadas, la garganta seca, el rictus serio pegado a los gestos, y siempre el mismo sueldo pobre, básico, pelado, corto, sin las atractivas comisiones que se llevaban las estrellas de siempre: los vendedores.
Así que no lo pensó más. Imaginó este modus operandi De modo sigiloso, sin excesos, de manera selectiva y en silencio, se guardaría entre un quince y un veinte por ciento de las cobranzas semanales para formar una caja personal que le permitiera reforzar sus ingresos. Si lo hacía de manera prolija, pedaleando y dibujando las rendiciones, podía darse algunos lujos prohibidos: alguna ropa lujosa, alguna chica cara, alguna salida impensada.
Mientras todo se mantuvo en esos parámetros –duró meses el engaño- nadie se percató de la aceitada bicicleta financiera de nuestro cobrador. Si alguien le reclamaba un pago atrasado, regularizaba los más viejos y seguía adelante. Nada podía ser más fácil. Hasta que dejó de serlo.
De golpe la caja personal se desbocó, él mismo había perdido la cuenta de las cobranzas de algunos clientes y el Departamento de Legales empezó a acercarse peligrosamente hasta su puerta. En ese momento su tan prolijo plan comenzó a resquebrajarse.
Cuando la abogada de la Cía. lo esperó en la puerta de su oficina invitándolo a pasar a la sala del Directorio para una reunión, lo comprendió todo. Acelerado, se abrió paso entre los empleados. Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, quiso retroceder; comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde. Con el puño derecho todavía ensangrentado por los fragmentos de cristales destrozados, sólo atinó a gritar: “Que no se entere mi familia”.
Los empleados de seguridad ya corrían por los pasillos cachiporras en mano.
Sergio San Juan
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